27 octubre 2016

Palabras de Susana Camps Perarnau



Conocer a Jone Miren Asteinza y leer este libro invita a preguntarse qué tienen de autobiográfico sus relatos. La literatura no se mide por la cantidad de datos biográficos que contiene, pero sí por el grado de autenticidad que transpira, y Jone Miren sabe transmitir tanta proximidad que invita a cuestionarse qué hay de biográfico en lo que escribe. Algunos datos personales pueden hilarse durante la lectura, otros parecen completamente inventados, y otros tantos se sospechan travestidos por la necesidad de ocultarse que tiene cualquier autor –quién sabe si por no hacer daño a un tercero o a uno mismo.

De este libro se puede hacer una lectura por partes, la partes en que está dividido, escuchando al propio tiempo la distinta pulsión personal que contienen. Así, es bastante fácil ver a la escritora detrás de los relatos del primer cuarto, todos protagonizados por niñas o adolescentes que narran sus primeras experiencias en la vida con un lenguaje evocativo, lleno de sensaciones y sensualidad. Rememoran efectivamente el despertar de los sentidos, asociados con placeres o miedos jóvenes, y de una forma tan directa que resulta muy fácil identificarse con ellos.

“Con sabor a moras” abre esta parte dando paso franco a la expresión espontánea de la adolescencia, y narra la escena sencilla, pero pletórica, del primer beso. El estallido jugoso de la mora en la boca o la plenitud de la protagonista en la frase final son pinceladas tan vividas en este cuadro que la autenticidad del texto llega sin obstáculo alguno al lector.

Lo mismo ocurre con “Olor a trópico” o “El jardín de la memoria”. La precisión de los datos y la intensidad de las sensaciones —el “aroma dulce y goloso” de Venezuela, o esos soldados cuyas “botas retumbaban en el suelo cuando pasaban en tropa por el centro de la ciudad”— transmiten experiencias que no pueden sino ser vividas. El juego, la casualidad y la sensación de hallarse en un momento nuevo, iniciático, dan a “Udaberría” o “La noche de las salamandras” ese mismo carácter de descubrimiento adolescente que impregna todo el grupo, y que “Un carcaj para el Tuchaua” traslada fantásticamente al terreno indigenista.

Más oscuros son los relatos de la segunda parte. En todos ellos el común denominador es la memoria, que como es sabido, puede urdir insólitas traiciones. Así, a la pureza del recuerdo infantil sucede el claroscuro del recuerdo adulto. Las relaciones personales se han convertido en un pesado lastre: convierten en venganza la amargura de toda una vida en “La viuda”, y en “Día de boda” provocan tan doloroso sinsentido que llevan a la protagonista a dudar de los planos de la realidad. “Pastillas para no soñar”, “Síndrome confusional” y “Tintes de otoño” aceptan la distorsión de la memoria como medio para sobrevivir al dolor. Una visión de la vida dominada por la traición, centrada en los engaños de la memoria y en la fragilidad de la línea que separa lo real y lo imaginario. El último de los relatos, “Ojos de hielo”, cierra de nuevo con sabor a traición, esta vez aderezada con un elemento escalofriante, casi sobrenatural.

La tercera parte da un paso más en la apuesta literaria de Jone Miren. La mayor complejidad argumental de estos relatos es evidente. Utilizan además la sorpresa, el humor, el objeto simbólico o la invocación al lector como nuevas formas de expresión. “Los pendientes de la diva” se asoma a los abismos psicológicos que pueden sacudir a una vida en pareja. “El voyeur” y “Demasiado perfecto” usan el guiño al lector, mientras que “Algo inesperado” y “Un pijama frío” aportan puntos de vista inesperados en el contexto que ha marcado la autora.
“Recuerdos rotos, el más extenso, ofrece también el personaje más rico y completo del libro, Eva, que a través de una sucesión de recuerdos, hechos y descubrimientos ve como su vida se transforma y debe adaptarse ella misma a una evolución imprevista.

La última parte, “Microvoces”, muestra la incursión de Jone Miren en el mundo del microrrelato, otro reto que pone a prueba sus recursos. En un lenguaje mucho más lírico y controlado, estas pequeñas piezas narrativas utilizan la elipsis, la alusión y la sorpresa para sacudir al lector con temas de igual calado que los que abordan los relatos precedentes: la culpa, la muerte, la indefensión, la paradoja, el destino…, sin dejar a un lado el carácter lúdico que a menudo acompaña al género.

Este último sabor, tan alejado de las moras iniciales, completa la paleta de colores que nos ofrece Voces de madrugada, muestra de una evolución que la autora conscientemente, organiza por partes. Por encima de todo, se disfruta el lenguaje evocativo y sensorial, la autenticidad de los sentimientos y el uso de la memoria y sus perversiones, que contactan directamente con el lector; seguramente, con esto basta para deslizarse por unas páginas que crecen por momentos, como crece también el futuro literario de Jone Miren Asteinza.




Susana Camps Perarnau


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