Conocer a Jone Miren Asteinza y leer
este libro invita a preguntarse qué tienen de autobiográfico sus relatos. La
literatura no se mide por la cantidad de datos biográficos que contiene, pero
sí por el grado de autenticidad que transpira, y Jone Miren sabe transmitir
tanta proximidad que invita a cuestionarse qué hay de biográfico en lo que
escribe. Algunos datos personales pueden hilarse durante la lectura, otros
parecen completamente inventados, y otros tantos se sospechan travestidos por
la necesidad de ocultarse que tiene cualquier autor –quién sabe si por no hacer
daño a un tercero o a uno mismo.
De este libro se puede hacer una
lectura por partes, la partes en que está dividido, escuchando al propio tiempo
la distinta pulsión personal que contienen. Así, es bastante fácil ver a la
escritora detrás de los relatos del primer cuarto, todos protagonizados por
niñas o adolescentes que narran sus primeras experiencias en la vida con un
lenguaje evocativo, lleno de sensaciones y sensualidad. Rememoran efectivamente
el despertar de los sentidos, asociados con placeres o miedos jóvenes, y de una
forma tan directa que resulta muy fácil identificarse con ellos.
“Con sabor a moras” abre esta parte
dando paso franco a la expresión espontánea de la adolescencia, y narra la
escena sencilla, pero pletórica, del primer beso. El estallido jugoso de la
mora en la boca o la plenitud de la protagonista en la frase final son
pinceladas tan vividas en este cuadro que la autenticidad del texto llega sin
obstáculo alguno al lector.
Lo mismo ocurre con “Olor a trópico”
o “El jardín de la memoria”. La precisión de los datos y la intensidad de las
sensaciones —el “aroma dulce y goloso” de Venezuela, o esos soldados cuyas
“botas retumbaban en el suelo cuando pasaban en tropa por el centro de la
ciudad”— transmiten experiencias que no pueden sino ser vividas. El juego, la
casualidad y la sensación de hallarse en un momento nuevo, iniciático, dan a
“Udaberría” o “La noche de las salamandras” ese mismo carácter de
descubrimiento adolescente que impregna todo el grupo, y que “Un carcaj para el
Tuchaua” traslada fantásticamente al terreno indigenista.
Más oscuros son los relatos de la
segunda parte. En todos ellos el común denominador es la memoria, que como es
sabido, puede urdir insólitas traiciones. Así, a la pureza del recuerdo
infantil sucede el claroscuro del recuerdo adulto. Las relaciones personales se
han convertido en un pesado lastre: convierten en venganza la amargura de toda
una vida en “La viuda”, y en “Día de boda” provocan tan doloroso sinsentido que
llevan a la protagonista a dudar de los planos de la realidad. “Pastillas para
no soñar”, “Síndrome confusional” y “Tintes de otoño” aceptan la distorsión de
la memoria como medio para sobrevivir al dolor. Una visión de la vida dominada
por la traición, centrada en los engaños de la memoria y en la fragilidad de la
línea que separa lo real y lo imaginario. El último de los relatos, “Ojos de
hielo”, cierra de nuevo con sabor a traición, esta vez aderezada con un
elemento escalofriante, casi sobrenatural.
La tercera parte da un paso más en
la apuesta literaria de Jone Miren. La mayor complejidad argumental de estos
relatos es evidente. Utilizan además la sorpresa, el humor, el objeto simbólico
o la invocación al lector como nuevas formas de expresión. “Los pendientes de
la diva” se asoma a los abismos psicológicos que pueden sacudir a una vida en
pareja. “El voyeur” y “Demasiado perfecto” usan el guiño al lector, mientras
que “Algo inesperado” y “Un pijama frío” aportan puntos de vista inesperados en
el contexto que ha marcado la autora.
“Recuerdos rotos, el más extenso,
ofrece también el personaje más rico y completo del libro, Eva, que a través de
una sucesión de recuerdos, hechos y descubrimientos ve como su vida se
transforma y debe adaptarse ella misma a una evolución imprevista.
La última parte, “Microvoces”,
muestra la incursión de Jone Miren en el mundo del microrrelato, otro reto que
pone a prueba sus recursos. En un lenguaje mucho más lírico y controlado, estas
pequeñas piezas narrativas utilizan la elipsis, la alusión y la sorpresa para
sacudir al lector con temas de igual calado que los que abordan los relatos
precedentes: la culpa, la muerte, la indefensión, la paradoja, el destino…, sin
dejar a un lado el carácter lúdico que a menudo acompaña al género.
Este último sabor, tan alejado de
las moras iniciales, completa la paleta de colores que nos ofrece Voces de madrugada, muestra de una
evolución que la autora conscientemente, organiza por partes. Por encima de
todo, se disfruta el lenguaje evocativo y sensorial, la autenticidad de los
sentimientos y el uso de la memoria y sus perversiones, que contactan
directamente con el lector; seguramente, con esto basta para deslizarse por
unas páginas que crecen por momentos, como crece también el futuro literario de
Jone Miren Asteinza.
Susana Camps Perarnau
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