Presentación de Voces de madrugada en Madrid
Muy buenas tardes. Estoy feliz de estar aquí esta tarde.
De compartir con ustedes este momento.
No sé si lo merezco, pero en cualquier caso lo recibo como un regalo. Conocí a Miren
hace algunos años, como suceden en ocasiones los acontecimientos, por
casualidad. Me pidieron que le presentase su primer libro de relatos, ‘La
escritora y el enterrador’, que siempre me recordó al título de Vargas
Llosa ‘La tía Julia y el escribidor’, y desde
entonces no puedo citar uno sin pensar el otro.
Esa tarde, en la Librería de Mujeres, sucedió el
acontecimiento, es decir, aquel momento que trasciende el tiempo, que lo
quiebra, porque es posible hacerlo, es posible meter una quilla al tiempo para suspender
su linealidad. Estoy segura de que Miren jamás podrá olvidar aquella tarde,
pero tampoco podría encontrar las palabras exactas que dieran cuenta de la
intensidad de ese momento. No existen las palabras justas, que contengan todo
el territorio de una emoción. Pero hay palabras que sugieren esa misma emoción,
que nos adentran en ella y crean otra emoción similar, igual de intensa, de
incontenible.
Y hoy, esta mujer, que es una deliciosa insensata, vuelve
a convocarme en una tarde impar para que les comparta algunas cuestiones acerca
de ‘Voces de madrugada’, editado por la editorial Nazarí. Vuelve a transitar el
relato, Miren. El relato no es un género mejor ni peor que cualquier otro, pero
destaca, precisamente por su intensidad. Porque, como el acontecimiento, abre
una hendidura en el tiempo, en el tiempo de la historia, el relato escoge un
momento y lo alumbra.
Miren escucha las voces de sus personajes y les va
pespuntado consistencia. Los deja ser. Los constituye. Aunque prima el narrador
en primera persona, está en ellos y no. Como todo escritor. Su estilo es
fluido, transparente, sin fuegos de artificio, por momentos de una expansiva
ternura, por momentos de un estallido de sinestesias, sensuales.
‘Voces de otros tiempos’, la primera parte del libro, nos
sitúa en un paraje bien conocido por todos, la infancia. Aquí encontramos
historias encendidas por el despertar a los placeres (la estancia primera
–impagable ese comienzo: “Aproveché cuando todavía nadaba en las cálidas aguas
del vientre materno para empaparme de todas las experiencias, penas y
sentires que mi madre derramaba a todas
las direcciones del viento”; el primer beso adolescente –por cierto, con sabor
a mora-; la violencia de las revueltas venezolanas en la mirada atónita de una
niña en el exilio; la muchacha sin apetito fascinada por el cocinero, que le
lega el primor por el detalle, por el matiz; algunos en tono fantástico, como
‘Udaberría’, brumoso en su raíz; y la torpeza de aquel niño, reparada por el
sabio de una tribu que, por desgracia, en nuestras sociedades ya aniquilamos,
en ‘Un carcaj para el Tuchaua’).
Son relatos en los que los protagonistas recuerdan qué
les constituye. Que les explica. De alguna manera. Relatos breves pero medidos,
en los que transcurre la sencillez de una hermosa historia bien contada.
‘Voces lejanas’, el segundo apartado, concita a
personajes adultos, bien bajo una atmósfera onírica, irreal, inquietante, como
el que inaugura, ‘El apartamento’ (antítesis de aquel otro apartamento donde
Jack Lemmon hacía feliz a los demás), bien bajo el tamiz de la venganza, como
sucede en ‘La viuda’; bajo el cielo encapotado del presentimiento, como en ‘Día
de boda’; bajo el suelo viscoso del terror conocido, como en ‘Pastillas para no
soñar’; bajo la rizomática imagen perturbadora de las plantas carceleras, como
en ‘Síndrome confusional’; bajo la pátina de un tiempo echado a perder, como en
‘Tintes de otoño’; bajo la frialdad de unos ojos heredados, como en ‘Ojos de
hielo’, el más extenso de todos estos relatos.
Esta segunda parte del libro es más siniestra, más
sombría. El niño, la infancia, se ha disipado para mostrar un corazón más
endurecido, capaz de lo atroz, de lo mezquino, de lo cruel.
‘Voces cercanas’ mantiene esa tesitura de acíbar, de
amargor, nos lo aclara el primer relato, ‘Los pendientes de la diva’, pero la
ternura resurge. Es imposible no emocionarse con esa escena final de ‘Algo
inesperado’ o ‘El voyeur’, al que dan ganas de incardinarse en la lectura lo
suficiente como para que se hiciera posible el abrazo, este consuelo, al menos.
También aparece la heroicidad, entendida como concepto moderno, en ‘Recuerdos
rotos’, donde la protagonista afronta su pasado lleno de rencores,
malentendidos, furias, faltas y duelos mal encarados, y es capaz de reconocerse
en su injusticia, de perdonar, y con ello perdonarse. O el fuego en la memoria
de ‘Como terca enredadera’ o lo glacial de ‘Un pijama frío’.
La mirada se equilibra. El adulto, después de todo, puede
ser cualquier cosa. Incluso a la vez. No hay sentencias. Hay historias. Cada
una, contiene un mundo.
Y cierran las microvoces, donde el ejercicio lírico se
condensa. Es en la síntesis donde uno coloca siempre el corazón. Hagan la
prueba.
Todo ello desde la madrugada, que resulta una zona
literaria interesantísima, porque es un enclave en el que las cosas pueden ser
de otro modo, o no, donde lo real se confunde con lo irreal, la luz siempre es
artificial y alumbra de otro modo, las sensaciones se condensan, los ojos
enfocan de otra manera y se esfuerzan por distinguir.
No quisiera retirar mi voz sin insistirles en la dicha
que me supone participar en esta celebración. En este acontecimiento.
Encontrarán más de un instante de esos que les compartía al principio en este
libro. Entréguense a él y escúchenlo. Está embarazado de posibles. Muchas
gracias por su atención.
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