03 febrero 2017

Palabras de Esther Peñas

Presentación de Voces de madrugada en Madrid

Muy buenas tardes. Estoy feliz de estar aquí esta tarde. De compartir con ustedes este momento. No sé si lo merezco, pero en cualquier caso lo recibo como un regalo. Conocí a Miren hace algunos años, como suceden en ocasiones los acontecimientos, por casualidad. Me pidieron que le presentase su primer libro de relatos, ‘La escritora y el enterrador’, que siempre me recordó al título de Vargas Llosa  ‘La tía Julia y el escribidor’, y desde entonces no puedo citar uno sin pensar el otro.
Esa tarde, en la Librería de Mujeres, sucedió el acontecimiento, es decir, aquel momento que trasciende el tiempo, que lo quiebra, porque es posible hacerlo, es posible meter una quilla al tiempo para suspender su linealidad. Estoy segura de que Miren jamás podrá olvidar aquella tarde, pero tampoco podría encontrar las palabras exactas que dieran cuenta de la intensidad de ese momento. No existen las palabras justas, que contengan todo el territorio de una emoción. Pero hay palabras que sugieren esa misma emoción, que nos adentran en ella y crean otra emoción similar, igual de intensa, de incontenible.
Y hoy, esta mujer, que es una deliciosa insensata, vuelve a convocarme en una tarde impar para que les comparta algunas cuestiones acerca de ‘Voces de madrugada’, editado por la editorial Nazarí. Vuelve a transitar el relato, Miren. El relato no es un género mejor ni peor que cualquier otro, pero destaca, precisamente por su intensidad. Porque, como el acontecimiento, abre una hendidura en el tiempo, en el tiempo de la historia, el relato escoge un momento y lo alumbra.
Miren escucha las voces de sus personajes y les va pespuntado consistencia. Los deja ser. Los constituye. Aunque prima el narrador en primera persona, está en ellos y no. Como todo escritor. Su estilo es fluido, transparente, sin fuegos de artificio, por momentos de una expansiva ternura, por momentos de un estallido de sinestesias, sensuales.
‘Voces de otros tiempos’, la primera parte del libro, nos sitúa en un paraje bien conocido por todos, la infancia. Aquí encontramos historias encendidas por el despertar a los placeres (la estancia primera –impagable ese comienzo: “Aproveché cuando todavía nadaba en las cálidas aguas del vientre materno para empaparme de todas las experiencias, penas y sentires  que mi madre derramaba a todas las direcciones del viento”; el primer beso adolescente –por cierto, con sabor a mora-; la violencia de las revueltas venezolanas en la mirada atónita de una niña en el exilio; la muchacha sin apetito fascinada por el cocinero, que le lega el primor por el detalle, por el matiz; algunos en tono fantástico, como ‘Udaberría’, brumoso en su raíz; y la torpeza de aquel niño, reparada por el sabio de una tribu que, por desgracia, en nuestras sociedades ya aniquilamos, en ‘Un carcaj para el Tuchaua’).
Son relatos en los que los protagonistas recuerdan qué les constituye. Que les explica. De alguna manera. Relatos breves pero medidos, en los que transcurre la sencillez de una hermosa historia bien contada.
‘Voces lejanas’, el segundo apartado, concita a personajes adultos, bien bajo una atmósfera onírica, irreal, inquietante, como el que inaugura, ‘El apartamento’ (antítesis de aquel otro apartamento donde Jack Lemmon hacía feliz a los demás), bien bajo el tamiz de la venganza, como sucede en ‘La viuda’; bajo el cielo encapotado del presentimiento, como en ‘Día de boda’; bajo el suelo viscoso del terror conocido, como en ‘Pastillas para no soñar’; bajo la rizomática imagen perturbadora de las plantas carceleras, como en ‘Síndrome confusional’; bajo la pátina de un tiempo echado a perder, como en ‘Tintes de otoño’; bajo la frialdad de unos ojos heredados, como en ‘Ojos de hielo’, el más extenso de todos estos relatos.
Esta segunda parte del libro es más siniestra, más sombría. El niño, la infancia, se ha disipado para mostrar un corazón más endurecido, capaz de lo atroz, de lo mezquino, de lo cruel.
‘Voces cercanas’ mantiene esa tesitura de acíbar, de amargor, nos lo aclara el primer relato, ‘Los pendientes de la diva’, pero la ternura resurge. Es imposible no emocionarse con esa escena final de ‘Algo inesperado’ o ‘El voyeur’, al que dan ganas de incardinarse en la lectura lo suficiente como para que se hiciera posible el abrazo, este consuelo, al menos. También aparece la heroicidad, entendida como concepto moderno, en ‘Recuerdos rotos’, donde la protagonista afronta su pasado lleno de rencores, malentendidos, furias, faltas y duelos mal encarados, y es capaz de reconocerse en su injusticia, de perdonar, y con ello perdonarse. O el fuego en la memoria de ‘Como terca enredadera’ o lo glacial de ‘Un pijama frío’.
La mirada se equilibra. El adulto, después de todo, puede ser cualquier cosa. Incluso a la vez. No hay sentencias. Hay historias. Cada una, contiene un mundo.
Y cierran las microvoces, donde el ejercicio lírico se condensa. Es en la síntesis donde uno coloca siempre el corazón. Hagan la prueba.
Todo ello desde la madrugada, que resulta una zona literaria interesantísima, porque es un enclave en el que las cosas pueden ser de otro modo, o no, donde lo real se confunde con lo irreal, la luz siempre es artificial y alumbra de otro modo, las sensaciones se condensan, los ojos enfocan de otra manera y se esfuerzan por distinguir.

No quisiera retirar mi voz sin insistirles en la dicha que me supone participar en esta celebración. En este acontecimiento. Encontrarán más de un instante de esos que les compartía al principio en este libro. Entréguense a él y escúchenlo. Está embarazado de posibles. Muchas gracias por su atención.


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